Trata del amor de Pedro Alonso de Orellana por la bellísima María Antúnez.

Él la amaba con ese amor que no conoce freno ni limite, supersticiosos y valiente como todos los hombres de su época.

Ella era hermosa, hermosa con esa hermosura que inspira el vértigo, hermosa con esa hermosura que no se parece en nada a la que soñamos, y  muy caprichosa y exigía de su adorador más de lo que podía ofrecerle.

Un día Pedro la encontró llorando y al preguntarle el motivo de su llanto, más ella no quería contarlo pero él amablemente y con ternura lo pregunto ¿Por qué lloras?.

Ella exclamo, No me preguntes por qué lloro, no me lo preguntes, pues ni yo sabré contestarte ni tú comprenderme. 

Hay ideas locas que cruzan por nuestra mente sin que nuestros labios pronuncien palabras alguna. Te lo ruego, no me preguntes la causa de mi dolor; si te la revelase, acaso te arrancaría una carcajada.

No hubo más preguntas, pero ella rompió su silencio y con voz entrecortada dijo a su amante.

Ayer estuve en el templo. Se celebraba la fiesta de la Virgen, y mientras rezaba, y el órgano sonaba  y el coro entonaba las canciones, cuando levante mi cabeza, no sé cómo mis ojos se fijaron en la ajorca de oro que tenía la virgen, y no pude concentrarme para rezar, mi pensamiento estaba en la ajorca de oro.

Regresé a casa, en la noche no podía dormir, mis pensamientos estaban en el objeto que mis ojos habían visto, y en la madruga mis ojos se cerraron y aún en mis sueños una mujer de piel morena llevaba consigo la ajorca de oro y me decía nunca lo tendrás, podrás tener otros más costosos pero este nunca.

Pedro que había escuchado empuño su espada y dijo: ¿que virgen es?

Ella en voz baja dijo la virgen del sagrario, ¡La del Sagrario! -repitió el joven con acento de terror-.

¡La del Sagrario de la Catedral!…
y prosiguió porque no la posee otra virgen, el rey en su corona yo se lo arrancaría.

Pero a la virgen de la catedral de nuestra ciudad.

Que deseaba poseer la ajorca de oro que engalanaba a la virgen del Sagrario que se encontraba en la catedral de Toledo.

El al escucharlo dijo todo te puedo conseguir pero eso es imposible, es la patrona de nuestra ciudad.

Una noche luego que se apagaron las luces  y agotadas las jornadas de las fiestas religiosas, las puertas de la catedral se cerraban y al salir el último toledano, Pedro surgió entre la sombras, sigilosamente ingreso a la catedral con el alma consternada, tan pálido que parecía una estatua, pero decidido a todo para satisfacer el capricho de su amada.

Pedro sintió que una fría y descarnada mano lo sujetaba para que desistiera de su sacrílego afán, Pero él, poseído por la pasión  amatoria, avanzó  hacia la virgen y arranco la ajorca de oro que poseía la venerable imagen patrona de Toledo.

Con la ajorca ya en su poder, observó que gigantescos fantasmas se movían lentamente en el fondo  de las naves llenándose el ambiente de rumores misteriosos  y sobrecogedores.

Cuándo abrió los ojos, un grito escapo de sus labios, la catedral estaba llena de estatuas que vestidas con extrañas ropas avanzaban hacia él.

Ya no pudo resistir más, las sienes le latieron con una violencia espantosa; una nube de sangre oscureció sus pupilas; arrojó un segundo grito, un grito desgarrador y sobrehumano, y cayó desvanecido sobre el ara.

Cuando al otro día los dependientes de la iglesia lo encontraron al pie del altar, tenía aún la ajorca de oro entre sus manos, y al verlos aproximarse exclamó con una estridente carcajada:

-¡Suya, suya!

El infeliz estaba loco.