LEYENDA DE EL DORADO

Muy adentro de la frondosa selva de Rodríguez de Mendoza, se encuentran los restos de los antiguos pueblos de Posic y Laurel, dos villorrios que colindaban, apenas separados por un corto espacio.

Estas aldeas se ubicaban entre las quebradas del corazón Laurel y Oratorio.
En un apartado paraje de Posic, se escucha aún el suave fluir de un arroyuelo que desde una colina discurre a un claro alfombrado de un verde gras.

La pequeña pampa está flanqueada por arbustos de todo tipo, propios de la zona, dando un matiz edénico al paisaje.

Las diáfanas aguas han erosionado por siglos a unas piedras planas que parecen haberse convertido en palanganas. Antes de colisionar el agua en las lajas, se aprecian los cestos de unos canales de palma, dando la impresión de que se construyeron para orientar, no sólo el agua sino algo más especial.

Este paisaje que en otros ámbitos sería irrepetible, se produce en la vecina población de Laurel.

LEYENDA DE EL DORADOAntonio, un labrador que frecuenta la zona, nos dice que antaño los pobladores de Posic y Laurel acopiaban el polvo de oro que bajaba de las alturas y lo lavaban en canastillas de cuero, para disponer luego del preciado metal.

Fue una época dorada en que los lugareños se proyectaban como el pueblo de mayor esplendor en toda la región.

Durante la conquista de los chachapoyas por los Incas, los súbditos del monarca recibían de estos lugares el tributo en oro y luego lo procesaban en joyas que exhibía su gobernante.

La fama de estos pueblos se expandió por todo el reino, y mucha gente comenzó su peregrinaje a estos lugares para aprovecharse de las minas.

Establecida la Colonia, los conquistadores llegaron a conocer los lavaderos de oro de Posic y Laurel, y como suele suceder con los pueblos destinados a sufrir del miserable arrebato de la ambición, pronto desaparecería “por fin el Dorado” –dijeron.

Para usufructuar mejor el producto, la zona fue poblada de explotadores y comenzó la convivencia. Rápidamente el mestizaje y las nuevas costumbres fueron parte de la idiosincrasia de estos pueblos, construyeron sus templos y la adoración a la Pachamama, al sol y a la naturaleza, fue reemplazada por las imágenes. Se habían cristianizado.

El templo era la ambición de muchos. Se dice que emplearon mucho oro en su construcción. La custodia era espléndida. El retablo contenía adornos de precioso metal y cuando los cirios se encendían, éste duplicaba la iluminación de las débiles mechas.

La llave de la puerta fue también fabricada de oro y la cadenita de la que prendía era tan gruesa que tenía un peso admirable. Esta joya fue entregada al sacristán a quien se le responsabilizó de lo que ocurriera con ella.

— Sacristán: esta llave ha sido hecha de oro puro para abrir la puerta de nuestro sagrado templo. Usted es el responsable de lo que ocurra. No debe desaparecer ni de día ni de noche, usted es el guardián perpetuo de este tesoro.

— Juro que cumpliré con mi compromiso.
Un domingo, muy temprano, las campanas de la capilla de Posic echaron al vuelo sus inarmónicos tonos, llamando a los fieles a la Santa Misa.

El pueblo acudió presto a oír el sermón del día. En el momento de la Eucaristía, un aldeano irrumpió el santo sacrificio y desesperado, casi sin poder hablar por la agitación, advirtió a los presentes:

— ¡Pronto escapen, los infieles atacan el pueblo!
Se escuchó un extraño ruido en las inmediaciones de la población. Parecía una estampida.
Gritos de guerra de raras voces, se acercaban a la plaza.

Los fieles miraron por la puerta de acceso al templo y vieron absortos que las tribus salvajes que habitaban el otro lado del río Guambo, atacaban el poblado.

Los gritos desesperados de mujeres y niños que pretendían escapar de la furia de los invasores inundaron el tranquilo cielo de Posic. El cura, al ver el salvajismo del trato a los inocentes lugareños, se aprestó a proteger a los fieles que estuvieran en el templo.

— ¡Cierren la puerta! ¡Pongan las bancas!
¡Hagan fuerza común para que no irrumpan en este lugar santo! –gritó, dejando el púlpito.
— ¡Los niños y las mujeres, que se atrincheren en el fondo!

La turba infiel, sin desistir de sus propósitos, se dirigió a la capilla y empleando un madero pesado, usándolo como ariete comenzó a arremeter el acceso principal.

Rompieron la puerta y se dio inicio a la masacre. Los que pudieron escapar despavoridos tomaron el camino que conducía a los antiguos pueblos de Omia.
Otros pensaron diferente.

— Tomemos el camino que va a nuestros vecinos de Laurel para informarles lo que está ocurriendo. Ellos tienen que salvarnos.
— ¡Apresuremos el paso!

— Llevemos con nosotros nuestra imagen, no podemos dejarla a manos de los infieles.
— Sí, dos de nosotros vamos a cargarla y salgamos por la puerta trasera, otros que carguen con la custodia, los demás que cubran nuestra huída.

Un grupo de salvajes buscaba afanosamente en un retiro lateral derecho la llave de oro.
Aunque desconocían el incalculable valor de la reliquia, no obstante su instinto natural les decía que era muy apreciable. Lanzaron los candelabros y otros armamentos en su pretencioso afán de encontrarla; pero no pudieron cumplir su cometido.

El sacristán, quien manejaba la codiciada llave, no pretendió escapar sin ella. Sólo él sabía dónde escondía el pequeño tesoro, de modo que asiéndola con sumo cuidado salió por la puerta de escape y tomó el camino que va a Laurel.

Los atacantes vieron a aquél escaparse, y a medida que corría, la cadena dorada se balanceaba en su mano reflejando los brillantes rayos de sol.

Lo persiguieron, más el huidizo cetrero al sentir desvanecerse por el cansancio llegando a la laguna de Laurel, arrojó la llave con su cadena. El que traía la custodia hizo lo mismo, y a medida que éstas se hundían, las aguas comenzaron a borbotear como llegadas al punto de ebullición.

Las gotas de agua formaron cristalinas columnas, semejantes a la de un geiser, y al alzarse dispersaba la luz de la tarde convirtiéndolo en un maravilloso espectáculo iridiscente.
— ¡Por Dios! ¡Qué milagro!…–dijo, fascinado, el sacristán.

Los perseguidores también cayeron asustados, mientras la laguna se convertía en un espejo de agua encantada, pero continuaron su propósito. En Laurel también diezmaron a la población y tras su abominable acción, se retiraron a Pachiza.

Los hombres y las mujeres que huían siguiendo las orillas del río Guambo, llegaron hasta una bella catarata de más de doscientos metros de altura.

Aprovecharon los juncos que flanqueaban la caída de la cascada para salir por el río Guayabamba, junto a Hairango, aldea que pertenecía a la provincia del Huallaga, en el departamento de San Martín.

Más tarde estos sobrevivientes fundaron los nuevos pueblos de Omia, Chirimoyo y Huamampata.
Luego de salvar sus vidas, deshicieron las lianas de la catarata que permitía encontrar el camino a estos poblados, a fin de que los infieles no vuelvan a cometer otra tropelía con ellos, lo que al parecer dio resultado ya que nunca más fueron molestados por ellos.

Hoy sólo quedan escombros de los asentamientos mineros de Posic y Laurel.
La imagen que salvaron pudo haber sido la de San Nicolás de Tolentino, que fue abandonada en una cueva de Huamampata, cuando los que escapaban ya no pudieron continuar con la efigie “El Dorado”, que sí existió y estuvo en aquella libérrima región que se llama Amazonas.