Perdona ¡oh sombra augusta de Quintana!
si es osada mi pluma,
el tema a proseguir que con lozana
inspiración trataste y gloria suma;
humilde es el deseo que la mueve:
pues loaste la Imprenta en sus albores,
al comienzo del siglo diez y nueve,
el de cantar su noble gallardía,
su viril ardimiento;
hoy que, merced a alambres conductores,
vuela más rauda que la luz del día;
hoy que, doquiera late,
llevada por veloz locomotora,
como en férreo caballo de combate.

Cual ave errante que el agreste nido
deja, no bien presiente
la fuerza de sus alas temblorosas,
y va despareciendo lentamente
en la extensión vacía,
así el verbo, salido
de los labios humanos, se perdía.
¡Cuántos geniales frutos,
emanación de mentes creadoras,!
¡Cuántos claros principios absolutos!
¡Cuántos brotes precoces
que el cerebro animaron,
germen de mil ideas redentoras,
han nacido y han muerto
tristes clamantes voces
en árido desierto!
¡Pobre Ciencia obligada
a comenzar de nuevo su carrera,
al llegar a la meta codiciada;
estéril lanzadera
con rompederos hilos preparada!

Como de flor en flor la mariposa,
la Tradición en vano
de labio en labio sin cesar se posa,
repitiendo acuciosa
el elemento sano
la densa levadura
en que el hombre ha de hallar cumplida hartura.
Del recogido polen
lo mejor va perdiendo en el camino,
y al acabar de la ímproba jornada,
impura y desgastada,
llega pequeña parte a su destino.

¡Oh! bien haya quien tuvo la osadía
de esculpir en la piedra el pensamiento,
con fantásticas cifras cuneiformes,
y moles erigió que, todavía,
—como lenguas enormes—
revelan el misterio
del más antiguo y colosal imperio!
¡Oh, bien haya el fenicio comerciante
que dio con el secreto de encarnar
la palabra vacilante
en esas breves enlazables rayas
que forman el histórico alfabeto!

¡Bien haya el que pidió a la activa abeja
la virgen cera en que el estilo agudo
con esfuerzo sutil la huella deja!
¡Bien haya quien más suave medio
supo encontrar para su intento,
en las plumas del ave,
más propias al ligero pensamiento!
¡Bien haya el que en crujientes pergaminos,
nos transmitió jirones de la historia;
héroes, fechas y nombres,
que de pasados hombres eternizan
la espléndida memoria!
¡Bien haya quien en plácido cenobio,
recopiando con mano presurosa,
libertó del olvido y del oprobio
tesoros de valía,
preciosos elementos
con que dar pasto en no lejano día,
a tórculos hambrientos!

Ellos del fanatismo y la ignorancia
desanudaron la tupida venda,
que el Genio omnipotente,
logró al fin descorrer con maestría;
y desbrozaron la escondida senda
por donde Gutenberg venir debía;
que nunca ha sido la invención humana
a manera del rayo.
que instantáneo fulgura,
y enrojece las nieblas de la altura;
es la nube preñada,
gota a gota acrecida,
con tributos del mar, del lago y río;
por mil vientos contrarios combatida,
que, rotas sus entrañas tormentosas,
a un leve impulso de genial idea,
se derrama en las mieses ardorosas.

Del Rhin naciste en la risueña orilla,
Imprenta veneranda,
y, cual tabla que flota,
seguiste su corriente
que «anda, te dijo en su murmurio,
anda, Mesías esperado de la gente».

No era ya suficiente,
que el libro, fabricado
por laboriosos dedos monacales,
cantara, como pájaro enjaulado,
en los góticos claustros catedrales,
Fecundidad y libertad ansía,
osado Gutenberg exclama: «sea,
vuele libre a la luz del claro día,
que el ave encarcelada no procrea.»
Y, con feliz empeño,
del largo cautiverio lo redime,
en sueltas letras con afán compone
la concebida idea;
los tórculos oprime,
rechina el artificio quejumbroso,
y a cada golpe en el papel la imprime.

¡Cuán hermoso después fue tu destino!
De Elzeviro Manucio y de Plontino
las delicadas manos,
con flores adornaron tu camino.

Bien presto, como río caudaloso,
creció y creció tu influjo,
y merced a tu auxilio generoso,
en millares de copias se produjo
la Biblia codiciada,
antes objeto de imposible lujo.

Reemplazaste al juglar en la velada
del castillo roqueño,
y pudo la doncella enamorada
por ti ser consolada
en las tristes ausencias de su dueño.
Árbol frondoso, tus lozanas hojas
cayeron, como dones bienhadados,
en las comarcas al error sujetas;
y medio concediste a los poetas
para fijar sus tétricas congojas
y revivir decires ya olvidados.

Diote el vapor su prepotente ayuda,
al salvar los linderos de este siglo,
y, con su fuerza ruda,
los mismos hijos que engendró fecundo
en ti, con la pujanza de su aliento,
paseó por los ámbitos del mundo
en el tren impetuoso,
que deja atrás al incansable viento;
y, al mediar la lucífera centuria,
—de tantas maravillas semillero—
el rayo, de los hombres prisionero,
perdida ya su primitiva furia
y domado su brío,
vino a fianzar tu augusto poderío.

¡Oh, nuevo hallazgo, rico y verdadero!
El libro deshojose
para poder volar con más holgura
y arribar el primero,
y, ya rota la añeja ligadura,
apareció la prensa cotidiana,
que en nuestros tiempos reina soberana.

Con palanca tan firme,
soliviantas las masas intranquilas
cual sus olas el piélago iracundo,
y con ellas azotas y aniquilas
y sepultas las glorias terrenales,
y tornasa a erigir en un segundo
estatuas en soberbios pedestales,
y pones en la cumbre
a hombres salidos de humildosas filas,
dueños hoy de la ignara muchedumbre.

Tú llamas a los reyes condenados
a mísero destierro;
tú abates las antiguas dinastías;
tú consagras las leyes;
tú evidencias el yerro,
aúnas los esfuerzos colosales,
induces a la paz, la guerra mueves,
que todo con tus bríos lo remueves.

Tú publicas a voces
lo que en secreto el rayo te transporta
en sus alas veloces;
eres Argos moderna,
que todo lo escudriñas;
nidal de las palomas mensasjeras,
que de tu seno salen a bandadas,
a llevar a naciones extranjeras
las nuevas deseadas.
Ángel de caridad que con tus preces
hasta en tierras extrañas
conmueves los más duros corazones,
cuando el orbe conmueve sus entrañas.

El plomo entresacado
de los hondos abismos de la tierra,
bala tal vez ayer en cruda guerra,
hoy útil del trabajo venerado,
y el papel que nació de harapo aleve,
se rozan ante ti rápido instante,
y surge de ese beso fecundante
el expresivo signo portentoso
que llevará la luz al pensamiento,
como en el recio choque de un momento
del eslabón y el pedernal guijoso,
brota chispa brillante,
que la llama ocasiona fulgurante.

Al mirarte en tu férvido trabajo,
soñadora la mente,
te juzga ser viviente,
susceptible de goce y de dolores,
y más aún cuando crujir te siente
a dar a luz con maternales quejas
y si percibe plácidos rumores
en los puros instantes
en que, ébrio de placer, ansioso gimes
en tanto que copioso centuplicas
las ideas sublimes,
los conceptos gigantes
de Calderón, de Lope o de Cervantes.
¿No son acentos de dolor sombrío
los que exhalas, sumido entre congojas,
cuando te obligan a llenar las hojas
de virginal blancura,
con el error impío,
con la vil impostura
que acrecen la terrena desventura?
Alivio sean de tus fieros males,
pensar que de tu fondo todavía
han de surgir tesoros inmortales,
veneros de saber y de poesía.

¡Oh Imprenta soberana! ¡Quién pudiera
cantar tu porvenir cual yo lo veo!
Percibo, aunque velado,
el nimbo de tu gloria venidera;
lo que hoy es solamente balbuceo
que hace vibrar el ánimo extasiado,
será palabra firme y armoniosa;
el rosado crepúsculo naciente
será mañana sol resplandeciente.

La voz, que prisionera
se aduerme en el fonógrafo mañoso,
tal vez sea el motor que, poderoso
como blanda cascada,
logre, con soplo suave,
—tal el que impulsa a la velera nave—
imprimir a la máquina pesada
el dulce movimiento
que en cifra natural inveterada
convierta el vibrador sonoro acento.
Entonces podrá el labio,
—haciendo doble oficio—
a medida que brote la palabra
meditada del sabio,
deponerla en el dócil artificio,
y el verbo, sin esfuerzo,
irá por propio impulso,
blandamente, en el blanco papel reproducido,
a convertirse en rasgo permanente.