Como en un bodegón flamenco, dispuestos
sobre una mesa (una mesa
imaginaria, que es
y que no es: un plano
de consistencia): papas
fermentadas por el calor,
diminutos quelonios de color de ciénaga,
el acre olor insituable del verano.

Arriba: la viga inmóvil.
El denso espacio vacante y su oro,
su incandescencia, su silencio.
Muertos locuaces congelados por el ardor,
por la impaciencia que selló sus párpados
como se sella una carta que nadie ha de recibir.
Allí, en el cenador acristalado,
con sus diez mil reflejos que son
el éxtasis del sol, su despedida, su ausencia.
Allí la luz es cristal (triángulos, hexágonos, fragmentos),
rayos detenidos en pleno movimiento,
e infinitamente en movimiento en forma
de zigzagueantes y agudos centelleos: la catedral
estallando sin fin como la voladura
de la cantera en piedra que ilumina:
piedra hecha de luz y luz petrificada.
Allí el sol es el hueco negro de un sombrero.
Nunca más el disco de lava puntual,
la asombrosa derrota del crepúsculo.
La hueca luz es ahora providencia y casa de espejos.

Los que danzan en el césped verde
(que a veces es violeta y también rojo)
son habitantes de un país de ensueño: ingenuos
holandeses
con sus trajes polícromos de la Edad Media.
Más que bailar, levitan.
Levitamos con ellos, fascinados
por ese pintoresquismo familiar,
por esa otredad entrañable que tal vez
es la del teatro de sombras o de marionetas.
Fábula mítica hecha de mimbre y paño.
De colores puros y del olor de la madera
recién cortada, recién bendecida, recién barnizada.
Olor del invierno esta vez, donde el calor
es igual a la intimidad y el vino
a las palabras que todos piensan y que nadie pronuncia.
Sonido de campanitas lejanas,
de cuentos de Navidad (subyugantes y horribles),
y de los altos abetos y de los hombres de paja,
con la pálida luz de las colinas y el río que transcurre
—opaco, doloroso—
bajo el arco de un puente que vimos o soñamos.
Suizos, daneses, luxemburgueses y noruegos,
con gordas caras sonrosadas de viejas sirvientas
como si fueran los entes (coloridos y risueños)
en los que el sol, allende el sol, se ha transformado.
Mundo de tela que habla.
Mundo contrario y el mismo.

Aquí, la noche. (¿La misma?)
El bodegón flamenco donde el calor es el frío,
la humedad infinita de lo olvidado.
El barroquismo de la nada, la acumulación
incesante de lo imaginario.
Allí donde no hay nada, todo es posible.
Lo imposible se retira, el sol se oculta
en el clímax del sol, en la sobreabundancia
de lo imposible.
No hay sol: nada es imposible.

Dos cambistas se inclinan
sobre sus manuscritos contables.
No la historia de la óptica, sino el rojo.
La precisión del detalle, la espesura de los signos.
Astucia o sutileza
infinita del gesto. Espacio
que nos atrae como un abismo cuya substancia
es el color inmóvil pero vivo:
el contorno trazado por el vértigo
de lo natural hecho sobrenaturaleza.
El naturalismo, bien entendido, es eso:
un vértigo como una scienzia,
una ignorantia como un conocimiento,
una fe en los ojos como una ceguez homérica.
Ciegos, nuestros dedos irradian un contacto divino.
Ciegos, también, cuando nuestros ojos palpan.
Ojos que recorren la imagen como un cuerpo.
Dedos que subtienden el cuerpo como imagen.
¿Acaso no hay, en una sola
gota de agua, infinitas gotas?
Pintar el mar gota a gota: intención
admirable, propósito imposible.
Pero la lluvia está allí, cayendo sobre el puente
coos complicado.
Más sencillo y menos simple.
Más evidente y menos verdadero.
La seguridad del sonámbulo (dijo alguien alguna vez)
proviene de que sus percepciones
no son interferidas por ninguna sensación,
por ninguna enseñanza, por ningún significado.
Esto hay que dejarlo resonar, inconcluido.
Como sucede con la palabra realidad
una vez que se ha suprimido el énfasis que la hacía posible,
equivalente del ur y representante del Edicto.

Es aquí, extrañamente aquí.
No un aquí sin ahora: algo más extraño.
Un vuelco de los ojos
hacia la insubstancialidad abismática de los dioses.
Una apertura de la mente (de la sensibilidad)
hacia la ausencia sin límites.
Lo demasiado abstracto
es inocente e inquietante como la carne de un niño.
El novum tiene la involuntaria sencillez de una sonrisa.
No será entonces (todavía
cabalgamos en símbolos), pero eso
es lo que puede verse
a través de los objetos,
de las cosas transparentes.
Ya que todo está aquí
reunido, envolviéndonos.
Esta atmósfera misma
es el significado del Tiempo.
Mas, ¿dónde está lo desaparecido,
lo que soñamos ayer, el laberinto y el árbol?
El mundo mismo es el espacio vacante,
aunque no podamos comprenderlo.
El simple más que ríe burlonamente en lo oscuro.
El bodegón inmóvil donde todo burbujea,
interrumpido por el parpadeo que subdivide los segundos.
Toda afirmación, allí, no puede ser sino una pregunta.
Como en la metamorfosis sucesiva de los temas
o de los motivos de una sinfonía.
Donde todo se pone en marcha y nada avanza.
Donde todo, sencillamente, se encamina.
No hay movimiento: sólo metamorfosis.
La mitad de un desplazamiento imaginario
y la mitad de esta mitad, infinitamente.
Inter alia: paseos en el spatium.
(Paseos que, en realidad, van desplegando el spatium.)
Entre un pensamiento y otro,
nace la cosa mentale.
El hundimiento de la existencia que hace
perceptible el instante.
Vemos. Pero, ¿qué vemos?
La fermentación fecunda, oímos las voces.
Todo está vivo, hostil o entrañable.
Humano, siempre demasiado humano.
A través de lo inverosímil o de lo fantástica
mente pintoresco de un carnaval en la nieve.
Todo se hunde porque todo permanece.
Todo desaparece porque todo persiste.
Todo está suspendido, navegando en el tiempo.
Disperso como los cristales
de luz del cenador constituido de reflejos
donde el sol es la instantaneidad de lo que no ha sucedido.
Oscuridad cegadora cuya aspersión, siendo infinita, no termina.
No hay centro ni origen.
No hay progreso ni historia.
Pero los dioses
seguirán existiendo mientras exista el sueño.
El sueño es la puerta mágica que nos une
con nuestra cantidad de desconocido.
Suspendidos en nuestra noche
y aún más absortos en el día.
Engendrando la geometría con un ojo
frío y sobresaltado.
El exaltado ojo en éxtasis del Observatorio.
El ojo ciego y vidente, colmado y cóncavo.
El ojo doble y único del instante
y el espacio: cadencia
del vértigo donde nada se mueve.
Vitral transparente de la mente (ese
confín de confines),
cuyos pedazos vuelan sueltos en indecisión eterna,
impulsados por el más allá
de su silenciosa insistencia cristalina.
El mismo más allá que ha dado al sueño del mundo
su realidad autosuficiente y dolorosa.
Y por la cual el mundo, siendo la Presencia,
es lo ausente, lo incomprensible, lo inhabitable.
No es que la vida esté en otra parte,
sino que es el mundo mismo el que está en otra parte
estando en todo momento delante de nuestros ojos.
Falsos profetas o locos, conscientes
de una verdad indecible, permanecemos en él.
Ni celebrantes ni cínicos,
ni resignados ni hipócritas.
Simplemente permanecemos en él,
mientras nos nace en el rostro
algo muy semejante a una sonrisa,
pero que en realidad es el movimiento
total y sin consecuencia de la mente que ha comprendido.
Que ha estallado, que ha enloquecido.
Mente girasol o mente remolino,
idéntica al sol-histrión que ilumina artificialmente.
Pero la luz es real (o mejor dicho: transreal)
como la mente que la nombra. Salvo que la mente
es ilimitada: space pantin
que puede confundirse con una claraboya,
con un avance del mar, con un olor indescriptible.
Con todo lo que fermenta,
lo que muere y lo que resucita.
Su permanente despliegue, ya se sabe, es locura.
Pura locura del pintor que se extravía en el detalle.
Y sin embargo, allí están
las cosas transparentes,
las cosas máximas allende la explosión sin tamaño.
Allí está la cabeza del salvaje, balanceándose como un pino.
El testimonio visible del viento
dando contra la ropa tendida,
haciéndola restallar con una resonancia pura.
Eso: la ropa que danza
y el viento que suena.
El instante y el espacio
como el latir de un diafragma.
La huella ensoñada del pintor
desdibujándose en la nieve del cuadro.
Nada más que lo que es (que lo que está):
incesante, transparente, sin límites.