Imaginé mi horror por un momento
que Dios, el solo vivo, no existiera,
o que, existiendo, sólo consistiera
en tierra, en agua, en fuego, en sombra, en viento.

Y que la muerte, oh estremecimiento,
fuese el hueco sin luz de una escalera,
un colosal vacío que se hundiera
en un silencio desolado, liento.

Entonces ¿para qué vivir, oh hijos
de madre, a qué vidrieras, crucifijos
y todo lo demás? Basta la muerte.

Basta. Termina, oh Dios, de maltratarnos.
O si no, déjanos precipitarnos
sobre Ti —ronco río que revierte.