Hundir la mano y extraer del alibabá cálido dátil;
quebrar al escupir su hueso el cascarón de escarcha:
nieto de musgo, opta por el fuego, huye del agua fría,
lanza desde la calle, por una ventana del palacio Pardiez, el
talismán redondo de tu suerte horrible
y echa a correr antes de que lo recojan.
Repite sin premura, nieto del musgo, tenemos verbo,
nombre,
las lindas conjunciones de ónix, miserables quién vive
como el del que escucha por teléfono un rítimico cepillar
la dentadura
y deduce (sin saber de qué se trata)
algo por fuerza sumamente inmoral. Oh buscador de
motivos,
oímos tu tijera envenenada podando hiedra cobriza,
y las adolescentes que caminan por esas cuerdas flojas no
contienen, empero,
corazón sino un órgano rojo, del tamaño del puño
(del suyo, se comprende), con cuatro cavidades y otras
exactitudes
inquietantes (pues asco a una muchacha
no vamos a tenerle). Ya clarea, estimables zánganos;
debiéramos cambiar de asunto. Aunque si el sol nos ha
de aborrecer,
que sea por algo. Nuestro mundo indigesto
es puñado de galletas duras (en montón
cual ruinas de una pequeña basílica)
puesto a la venta en una panadería de barrio popular,
perteneciente a cualquier colega negro
proclive al ron, el malhumor, el vaticinio,
y a pasar con guitarra la noche entera abajo el foco biliar
punteado por los moscos.
(Tal vez compre el montón de galletas una anciana perdida
para premiar a quienes le abran la puerta finalmente.)

En la distancia surgen edificios muy elevados que
nadie reconoce.
Al parecer sólo existen a estas horas.
Los centinelas pueden estar satisfechos por hoy.
Han cumplido.