También tú estabas muerto.
No fuera yo la virgen,
la hembra que tuviera recostada
tu cabeza en mi pecho,
ni fuera el solo brazo esas colinas
puntiagudas irguiéndose.
No fuera a tu derecha
esa túnica rota y desbordada,
sino tu paño blanco de pureza sombría.
No fuera el sol la lámpara, oscureciéndose,
ni este lecho de sábanas
como un temblor de tierra ya amainado.
Pero tus ojos, muertos
a la luz de la calle ya dormida,
fueran toda la gracia
capaz de levantar la sola piedra.

Tu piel,
a dentelladas blancas y esa nieve
que simulara sangre.

Besara, descendiera
-no teniendo madero entre tus brazos
sino la sola cruz erguida en tus axilas
y esa boca entreabierta en mi agonía
y ese cadente
y ciego
no ser, casi perlado, cayéndose a gotas
del triste corazón que iba alargándose-.

Mirárate y gimieras:

-Oh, mujer.

Y gritaras:

-María.

Y todo está consumado -yo gritara-.
Y el dolor en tu pierna que acudía
al arquear su gesto y, descendido
ese extraño animal. Y, ya a plena muerte,
yo tumbara mi rostro contra ti
y, como un rastro en el lienzo,
me dejaras tu rostro a mi deriva.