Un rebaño de nubes negras pasea por el cielo, ensombreciéndolo, mordisqueando la luz vespertina de un sol ya tibio, que, poco a poco, conforme descienden las nubes maduras y sueltan sus frutos de agua, se ausenta de nuestro ojos.
De todas las flores del patio, las rosas blancas dan la más feliz bienvenida a la primer lluvia de la primavera. Tal vez las rosas ya sabían que vendría pronto, porque desde esta mañana, cuando me acerqué a ellas, las vi, como nunca, en su plenitud.
Al pasar por la bugambilia, el viento, en su afán de conquistar todo el patio, dulcemente la recorre, la envuelve bajo sus brazos de fino estremecimiento, y le desnuda apenas unas ramas, dejando caer al suelo algunas cuantas flores, con las que jugará a corretearlas después.
Menudas gotas rápido se consumen, desaparecen, pero, a pausas, no cesan de caer. Siento entonces húmeda el alma, tierra propicia donde han de crecer, como divinos dones de perdurable fragancia, las más olorosas hierbas de la primavera.