He visto a Dios, de frente. Recién bajó de su moto-patrulla
luego de haber multado a quienes conducían su existencia a una velocidad
que se cree peligrosa para el resto del mundo.
Usaba el uniforme gris oscuro de ciertos militares de alto rango
henchido de galones y esa imponente cruz al mérito en batalla.

Lo pude ver en Auschwitz, a cargo de una hilera de mujeres desnudas
voz y labios resecos, los cabellos al rape, unidas con grilletes.
Sus ojos, moribundos, bien podrían ser mis ojos:
una pobre creyente, tan sola y humillada ante ese Dios enorme que la observa.
(La iglesia es otro campo de exterminio).

Cuando apenas buscaba mis papeles -acaso algún permiso de poeta-
el recio militar se descalzó las botas, arrancó sus medallas
la enorme cruz del pecho, el uniforme...
Se mostró así, desnudo, con el cabello al rape
como lo imaginaba cuando niña.
Bebió un poco de vino de mis ojos
y después subió al cielo.

También he visto al hombre.
Sus ojos, como alambres, custodian
segundo tras segundo, mi celda
de pellejo.




(Este poema obtuvo el primer lugar de los Juegos Florales Nacionales de Santiago Ixcuintla, Nayarit, en 1997).