De todo comienza a hacer bastante tiempo.

Y en una habitación cerrada
hay un niño que aún juega con cristales y agujas
bajo la mortandad hipnótica de la tarde.

Comienza a hacer de todo muchos años.

Y la noche, sobrecogida de sí misma,
abre ya su navaja de alta estrella
ante la densa rosa carnal de la memoria.

Comienza a ser el tiempo un lugar arrasado
del que vamos cerrando las fronteras
para cumplir las leyes
de esa cosa inexacta que llamamos olvido.

Y llega la propia vida hasta su orilla
como lleva el azar la maleta de un náufrago
a la playa en que alguien la abre con extrañeza
—y esa ridiculez de disfraz desamparado
que adquieren los vestidos de la gente al morir.

Lejano y codiciable,
el tiempo es territorio del que sólo
regresa, sin sentido y demente,
el viento sepulcral de la memoria,
devuelto como un eco.

Como devuelve el mar su podredumbre.

Todas nuestras maletas
reflejan la ordenación desvanecida
de un viaje
que siempre ha sucedido en el pasado.
Y las abrimos
con la perplejidad de quien se encuentra
una maleta absurda
en esa soledad de centinela
que parecen tener las playas en invierno.