Un grito,
          un grito,
                    un grito

más duro que el dentado
cuerno curvado
del dorado escarabajo
mimetizado entre las cañas de oro;
más invasor que el espino
en los jardines de los abuelos
intestados;
más veloz que el arpón del asesino
que vuela sobre las aguas
y se clava en ellas
mudándolas en paño de menstruas;
más hambriento que el graznar
de las gaviotas rabiosas
sobre las aguas horras de peces;
más sordo que el sollozo
de la mujer pobre
ante la alcancía vacía;
más impaciente que el orín
sobre la cuchilla homicida;
más lancinante que el gemido
del niño asaltado en su sueño
por las altas, negras fantasmas
de su propio futuro;
más fatídico que el estridor
de las llantas
repentinamente frenadas
sobre el pavimento de cemento
y sobre un cuerpo ya muerto;
más lúgubre, ¡ay!, más lúgubre
que el aullido del perro
cuando pasa la sombra
que nadie ve:
ni Hamlet, ni Horacio,
roídos por el frío.

Un grito,
          un grito,
                    un grito

sin la esperanza de la parturienta,
sin el orgullo de los Héctores vencidos,
sin la blasfemia roja del rebelde,
sin el blanco reniego del suicida,
sin la muda protesta del mártir,
sin la ira tartamuda del recluta,
sin el estertor del pocero silicoso,
sin el terror de quien pierde la vida,
sin el vagido pánico de quien nace a la vida:
un sofocado,
      intolerable,
                inútil
                      grito

que nadie escucha, sino yo.

Como vampiro pascuano
hecho de musgo, terciopelo y sombra,
anda revoloteando entre mis sienes,
saltándome los ojos,
trepanando mi nuca,
envenenando mis venas,
haciendo astillas mis nervios...

Anda, en sus giros,
petrificados mis músculos,
poniendo azul mi vientre,
asaltando mi corazón...
y mis labios sellados.

Un grito,
          un grito,
                    un grito:

por qué,
                para qué,
                                  para quién,
                                                        de dónde viene
ese grito que nadie escucha, sino yo?
¡La muerte sólo, acaso, me lo diga!