En la plaza, con ojos de carnero, tocamos las
mujeres que luego se desnudan para los debutantes
en las piezas del fondo de los conventillos.
Y esa mujer que mira con unos ojos que durarán
por años, se puso boca arriba tomando uno por uno
los temblores, como si se iniciara un nacimiento,
para irse muy tarde con el bolso apretado debajo de
sus brazos, escondiendo la cara y el miedo a
nuestro miedo. Debió quedarse allí
con su otra boca, pero estaba tan lejos.
Sólo su sentimiento refleja en el cristal
al ladrón inexperto de su antigua salud
esa mujer y oficio que el tiempo hizo de humo
sustancia o rara cosa boyando en un costado.
Por algo la memoria voltea a esa ventana al correr
de estos años en que mi tía grande va a morirse
sin haber pasado ningún escollo
más que las enfermedades de la infancia
y una miopía que lleva tres generaciones
incluyendo la mía que, en todo caso,
no quiere morirse de miopía.