Contaba mi padre que mi abuelo tenía
un ojo que siempre le lloraba, producto
de un golpe que le dio —brutal— mi bisabuelo.
Tendría entre ocho y diez años entonces
y con esa marca vivió hasta los setenta.
Nunca supe qué falta nimia le acarreó
un castigo tan dilatado en la distancia
y el recuerdo: ese ojo lisiado que no obstante
no logró hacerlo cruel ni resentido.
Cuando hoy mi vista llora de cansancio
—como esta mañana que tanto se parece
a aquellas en que escuchaba de niño
la historia de mi abuelo—
pienso en el milagro
de mi padre que no sufrió la misma suerte,
de mis ojos sanos y de los ojos
más sanos aún de mi hijo;
en el milagro
de que esa infancia dolorosa de mi abuelo
se haya quedado allá en su isla, y solamente
trajera aquí sin odio un ojo humedecido
que hoy bien podría estar llorando por piedad.