Empezamos midiendo con la mano
el patio, el cielo de la antigua escuela;
ahora solamente sopesamos
el llanto de la muerte en pie de guerra.

Cuando niños jugamos al castillo,
los sueños se mecían en las sienes,
diciembre —lumbre en colosal niñura—,
algo mejor para el mañana ignoto.

De nuevo niños —el reloj del tiempo—.
¡Que nunca se nos nuble el horizonte!
¡Que nunca más la nieve se enrojezca!

Ante el niño fundido en la trinchera:
¡Menos fuerza, Señor, para la guerra
y más valor para fraguar la paz!