Me despierto y hay un vaso medio lleno
de bourbon encima de la mesa, unas cerillas,
un paquete de Winston en el que alguien
ha garabateado su número de teléfono; son las siete
y cinco minutos de la mañana, James Mason me contempla
en blanco y negro desde el televisor, y vocaliza
palabras que no logro entender ni oír siquiera.

Y después de levantarme y acercarme
al baño, y echar el asco y las entrañas
por las cañerías, y tirar de la cadena, se me ocurre
que es agradable estar vivo y hacer la guerra
y el amor y este poema, y que el mundo
bien merece
otra mirada.