Toda la noche han viajado los pájaros desde la costa —he aquí
la migración de primavera:
las tribus y sus carros de combate sobre el pasto, los templos,
los techos de los autos.
Nadie los vio llegar a las murallas, nadie a las puertas
—ciudadanos de sueño más pesado que jóvenes esposos—
y ninguno asomó a la ventana, y aquellos que asomaron
sólo vieron un cielo azul-marino sin grieta o hendidura entre su
lomo
—antes fue que el lechero o el borracho final— y sin embargo
el aire era una torre de picos y pellejos enredados,
como cuando dormí cerca del mar en la Semana Santa
y el aire entre mi lecho y esas aguas fue un viejo gallinazo de
las rocas holgándose en algún patillo muerto
—y las gaviotas-hembra mordisqueando a las gaviotas-macho y
un cormorán peludo rompiéndose en los muros de la casa.

Toda la noche viajaron desde el Sur.
Puedo ver a mi esposa con el rostro muy limpio y ordenado
mientras sueña
con manadas de morsas picoteadas y abiertas en sus flancos por
los pájaros.