Así, tan ricamente apoltronado
ante una taza de café y con mi
corona —cómo no— de Rey del Mundo,
tan leve, tan voluptuosa, tan
en plácida asunción desde estos dedos
a los cielos concéntricos de luz
y de escayola, miro a diestra,
miro a siniestra, al frente, atrás, calculo
y son trescientas, cuatrocientas o
más caras, las que aquí reunidas,
en el bar restaurant de La Fayette,
discuten, gesticulan, se sonríen,
cabecean o toman sin decir
ni pío, su canard a l’orange
o aquel potage verdoso del menú.
Entonces se me ocurre que sería
magnífico guardar por todos ellos
(y también por nosotros, por supuesto)
un minuto siquiera de perplejo,
de inquietante silencio, en futuro
recuerdo de unas almas pronto víctimas
de esa lenta hecatombe hacia la que
—quedito, pasito, horror— ya vamos
vertiginosamente progresando.