la vereda blanca,
un pedazo de luna rojiza
con rastros de sangre manchando las aguas.
Los dos, cabizbajos,
prosiguen la marcha
con el mismo paso, en la misma línea,
y siempre en silencio y siempre a distancia.
Pero en la revuelta
de la encrucijada,
frente a la taberna, algunos borrachos
dan voces y cantan.
Ella se le acerca,
sin hablar palabra
se aferra a su brazo,
y en medio del grupo, que los mira, pasan.
Después, como antes,
caen el brazo flojo y la mano lacia,
y aquellas dos sombras, un instante juntas,
de nuevo se apartan.
Y así en la noche
prosiguen su marcha
con el mismo ritmo, en la misma línea,
y siempre en silencio y siempre a distancia.