(Para Antonio Martínez Sarrión)

          Yo, o lo que fuera entonces, navegaba
por el plácido mar materno,
cuando, un día de agosto,
doscientos antes de mi nacimiento,
y contando la misma
edad que ahora yo tengo,
del mester de la vida dimitiste.
Europa iba saliendo
de la última resaca de su historia
o acaso de la Historia. En el albergo,
la lámpara de mesa reunía
quince tubos vacíos en el cerco
de su luz mortecina y, desde la penumbra,
la tersa baquelita del teléfono
parecía usurpar las imposibles formas
de un noble buda de ébano.

           No te preguntaría, aunque pudiese,
si abajo resplandece un alba de oro viejo,
pero saber quisiera
de quién eran los ojos con que salió a tu encuentro,
qué rostro de mujer te reclamaba
desde los tenebros ejidos del silencio.
Pavesa desprendida
de los rescoldos del reciente incendio
que ya se nos perdía, hacia la noche
profusa de los tiempos,
¿qué banderas contrarias tremolaron
delante del espejo?
¿Oíste una voz ronca en medio de las voces
del ronco griterío que precedió el descenso?
¿Puso el amor esquivo un poco de dulzura
en tu copa de sombra, olvido y desaliento?

          Destartaladas ediciones
de tus libros de versos,
que me hicieron antaño menos ardua
la triste travesía de un tramo del infierno,
me acompañan también en esta hora,
bajo el rigor del trueno.
Releo en la alta noche las líneas de tu diario
que más me conmovieron,
y con ellas regresan imágenes soñadas
tantas veces: las flores de un almendro
en los bacanales de Brancaleone;
Santo Stefano Belbo,
escondido en el norte partisano,
y los ríos ligures que morirán muy lejos:
en otro mar, lejano camarda,
en otro mar, como la vida, ajeno.