Estaba blanca, estaba pura,
más que en el tiempo en que vivía;
la envolvió con su gran dulzura
la castidad de su agonía.

Sus ojos fijos en el techo,
ahondados en la gran visión,
las manos puestas sobre un pecho
limpio de humana sensación.

Las manos que, en presión sutil,
dieron su vida en el adiós,
sobre su carne de marfil,
llena del hálito de Dios

Yo la miré con egoísmo,
luchando para retener,
contra los años y mí mismo,
la visión de aquella mujer.

Me le di tanto en la amargura,
me absorbió tanto en el placer,
que pudrirá en su sepultura
rotos fragmentos de mi ser.

Tendré otras bocas; el exceso
de otra pasión me colmará;
pero los robos de su beso
nadie los restituirá.

La miro: el óleo de lo eterno
santificó su desnudez
con un crepúsculo de invierno,
una campana y un ciprés.

Yo rodaré. Mi vida acaso
se alargue de banalidad:
puse mi espíritu en un vaso
que se volcó en la eternidad