Hay que remodelar la casa del hombre,
podarla como se poda un árbol
e introducir en su material más sensible
el delicado injerto de la vida,
para que la casa crezca con el hombre
y también se empequeñezca con él.

Hay que humanizar la casa del hombre
y retrasar además su destino de ruinas
o de asolada por los bárbaros
que siempre la circundan,
enseñándole para eso a respirar con el hombre
y hasta vivir y morir con él.

O prepararla por lo menos
para que cuando el hombre se caiga
o escape o se evapore,
la casa del hombre conserve por un tiempo
algo así como el duplicado de su imagen,
una transsubstanciación o reminiscencia
de su corta memoria,
hasta entregarla, mejor que otros hombres,
o la publicidad subliminal
de los vientos anónimos del mundo.