La sierva.
Nunca amante, ni amada,
ni la amorosa compañera,
ni la amiga.

Nunca la igual,
sino la subalterna.
La mejilla ofendida.
La carne doblegada.
La humillación servil.
Las manos y la voz
encarceladas por el miedo.
La que dibuja sumisión
disfrazando de amor el cruel despecho.

La que se condenó, por siempre y para siempre,
a no ser más que sombra y que silencio,
a girar sin resposo, ilusa luna,
en torno de un planeta indiferente.
La que vigila pasos y susurros
y vive carcomida de sospechas.

La que guardó su castidad preciosa
para el festín de la primera noche.
La que odió al que devoró las ilusiones
de la infancia
y la hizo estrellarse contra el polvo
de la vergüenza y el asco cotidianos.

La que terminó odiando
hasta la fecundidad sin pausa de su vientre,
condenada a repetir en sus hijas y nietas,
como en un laberinto de espejos,
el mismo dédalo sangriento y angustioso
de su madre y su abuela,
y de las madres y las abuelas todas de su estirpe.

La que jamás se atreve a disentir en alta voz,
pero que va frenando los proyectos de su amor
con la insidiosa diligencia de la cizaña
y la carcoma.
La que cuidó de untarle con hiel
hasta los más pequeños goces.

La que se condenó al áspero infortunio,
la que fue tapiando las rutas a la dicha
con los cadáveres
de sus propias,
marchitas ilusiones.

La que gravita, aun hecha cruz de camposanto,
sobre su espalda con el peso muerto
de una sorda y oculta recriminación.

La que lo mira
desde el fondo de todos los retratos
con su reproche mudo
y que, más que un recuerdo en la memoria,
se le quedó grabada
más allá de la piel,
eterna e inmutable, dolorosa,
como un remordimiento.