La noche antes de mi muerte estuve mirando el mar.
Lo penetré, sus olas abrazaron mis rodillas vestidas.

Aunque era de noche sentí su color, reviví el verde esmeralda del que está hecho.
Lo amé, al comprender que era el color de tus ojos expandidos en él,
y tuve miedo, me sentí solo, pero no pude llorar.

Las estrellas eran dueñas de la noche, el viento soplaba tímido,
la luna no estaba y el silencio lo inundaba todo.

Grité...
Tu nombre se perdió en la noche y mi súplica se aferró a mi garganta,
a pesar de eso, escuché tu voz que venía desde otro rincón con mar.

Y escuché, además, tu respuesta a mis súplicas, a mis gritos, a mis preguntas
Y tu voz que me decía ¡nunca más! nunca más ¡nunca más!

Mientras tanto, desde el cielo caían estrellas fugaces, como llamándome.
y cada estrella –ahora lo sé– era una caricia que perdí, un beso que no di.

Quise agarrarlas, pero temí fracasar, no me atreví.
Esa noche, aquella noche... voy a seguir mirando el mar.