Era un poeta lírico, grandioso y sibilino
que le hablaba a la tierra una tarde de invierno,
frente a una posada y al volver de un camino:
—¡Oh madre, oh tierra! —díjole—, en tu girar eterno
nuestra existencia efímera tal parece que ignoras.
Nosotros esperamos un cielo o un infierno,
sufrimos o gozamos en nuestras breves horas,
e indiferente y muda tú, madre sin entrañas,
de acuerdo con los hombres no sufres y no lloras.
¿No sabes el secreto misterioso que entrañas?
¿Por qué las noches negras, las diáfanas auroras?
Las sombras vagarosas y tenues de unas cañas
que se reflejan lívidas en los estanques yertos,
¿no son como conciencias fantásticas y extrañas
que les copian sus vidas en espejos inciertos?
¿Qué somos? ¿A do vamos? ¿Por qué hasta aquí vinimos?
¿Conocen los secretos del más allá los muertos?
¿Por qué la vida inútil y triste recibimos?
¿Hay un oasis húmedo después de estos desiertos?
¿Por qué nacemos, madre, dime, por qué morimos?
¿Por qué? —Mi angustia sacia y a mi ansiedad contesta.
Yo, sacerdote tuyo, arrodillado y trémulo,
en estas soledades aguardo la respuesta.

La tierra, como siempre, displicente y callada,
al gran poeta lírico no le contestó nada.