La casa era como ella: un pálido juguete,
y estaba limpia y triste bajo el número siete.

No quiero recordarla...Me hace daño la orilla
de su vestido blanco con una vieja hebilla.

Allí, inocentemente, cuando abría la puerta,
era un sueño borroso, una lámpara incierta:

algo que le pedía protección a la muerte.
Sus ojos...¡pobres jos como de flor sin suerte!

parecieron mirarme hacia adentro una vez.
Vivió junto a nosostros con el susto del pez.

Recién casada y sola, lavaba los manteles
y lavaba su alma. Siempre le fueron fieles

la timidez de novia y la ventana eterna.
La tarde sobre ella era una tumba tierna.

No conocí su nombre. No lo sé todavía...
Pero después de muerta la llamaré María.