Las he visto pasar muy tiesas en sus pantys
        marrones, pervertidos por costura y encaje,
        los tacones de aguja mal domados,
        los labios breves demasiado rojos:
        dos braguitas hermanas como dos mariposas.
        Apuesto a que las dos no suman treinta.
        Yo me las llevaría a Disneylandia
        en un Cadillac rojo
        cargado de caramelos y merengues,
        les rezaría en verso por las noches.
        Las violará – con su consentimiento –
        un palurdo drogado y sudoroso
        en el asiento de una furgoneta
        una noche de copas y de mucho bailar
        en que estén aburridas, o borrachas, o tristes;
        o alguien llamado – por analogía,
        por aproximación, por eufemismo,
        por arrumaco, garatusa,
        ñoñería, melindre, cucamona,
        para no quedar mal con las amigas,
        para que no murmuren las comadres,
        para parecer nobles ante el primo
        que les presta la cama –
        alguien llamado pomposamente “novio”,
        un pardillo común,  guapete y zafio
        que les dará vergüenza cuando tengan más seso.
        Serán prueba del timo más sonado
        en la conquista de la libertad:
        despertar en la cuna antes de tiempo,
        sin el amor ni la sabiduría –
        tanta ternura inútil que se aprende en los libros,
        tanto acorde de luz y de belleza
        de diosas entre nubes al pasar
        la sacra redondez de unos tejanos –
        que atesoran los viejos para nadie
        o despilfarran solos en hoteles de lujo
        degustando el vacío de la noche
        o el deje a ron y a trufa de una salsa.