Quejoso, lastimero, en la lívida
luz del día, me topas. De la noche
tú regresas cadáver, y apresuras
tu inanidad: tiemblas, lloras, maúllas.
Anegados están de tu miseria
caudalosa, amigos y enemigos.
Tú que eras sordo, y digno, y dominabas
la carne y el espíritu, ridícula
muestras ahora tu figura, la edad,
tu lujosa experiencia. La ufanía
del gesto y la conciencia se te mustian.
El amor te degrada, e incomprensible
si pienso en quién lo causa, fiel reflejo
del sol que sois. Pues ya no crees en Dios,
por amor de tu dama hazte ermitaño,
hasta que cures tú, y mis orejas
no tapones con roncos estertores;
pues no viví tu gloria, yo no viva
tal bosquejo de infierno. ¡Al desierto!,
y regresa de allí como tú eras:
odioso y suficiente; sólo elijo
el mal menor. Con estimarte poco,
me puede divertir tu erecta cresta,
pero vencido, no; busco piedad,
e impío soy para el aburrimiento.