Ahora espero acorralar las pocas palabras que me agradan
para abrirlas por el medio y descubrir su fondo.

Dos de ellas se escondieron en mi viejo diccionario
las demás huyeron... pero tengo un libro que las contiene
y las pronunciaré hasta quedar dormido.

Una vez allí, las repetirá mi sueño con una voz gastada,
por los años, por el mal pasar, por el roce de la almohada.
Las juntaré, pero no quisiera hacer una oración con ellas.

Su sonido prohibido me recuerda cosas, instantes.

Una esquina, a la hora de la tarde,
una nube, para hablarme de la lluvia,
una luna, tres deseo, diez mentiras,
cinco amigos y cincuenta mil estrellas...

Seguramente miraré el reloj alargando mi brazo para poder verlo
desde entonces trascurrirá el tiempo; lento, tierno, insensible,

Pero ese tiempo prohibido me recuerda cosas, instantes.

Desde algún lado me llegan tus palabras sin que las oiga
son tantas que al fin decido no quedarme con ninguna
mientras tanto voy detrás de otros sonidos,
palabras –quizás– que son pocas y me agradan.

Voy a abrirlas por el medio y descubrir su fondo
tengo ganas de escaparle al frío, se están durmiendo mis manos.

Después de la lluvia fue el frío, y en el exacto rincón de la poesía
brotaba un borde de agua soñolienta y muda.

Fue el frío acompañando soles de invierno
quién me dictó las ganas de escribir sobre un costado igual a la noche
niebla que golpea mi mano en un latir de tinta apurada...

Para decir...
ha llegado la hora ya que mi voz retumbe
desde el espacio de mi rostro joven todavía,
para no morir en los laberintos perdidos del olvido.

Para pensar...
ha llegado mi tiempo, el tiempo en que se lea lo que escribo,
que aquellas palabras muertas surjan desde papeles amarillentos,
sin tiempo, sin voz, sin nombre, hasta sin sentido.

Para querer...
enviar mensajes a mis amores perdidos,
rescatar mi nombre, siete segundos al mes,
para así poder huir de los rostros podridos del olvido.