Si una espiga hay en el campo,
una espiga que de alta da alivio al horizonte,
una espiga que no tranza jamás con huracanes
y es una espiga roja,
que a nadie quepa duda que tú eres,
que no importe si muestras las mejillas
preñadas por el fuego y el sol de marzo a mayo.


Cuán grato es encontrar en tu matiz de terracota
la luz inacabable que extendiste como un manto
sobre mi práctica de niño.
No es posible olvidar que en prolongados inviernos y penumbras
arrojabas al fuego nuestro espanto,
pues tus palabras tenían claror de pirotecnia,
lo alumbraban todo,
lo arrullaban todo.

A veces cuando había desánimo en el frente
del juego y los deberes
o cuando atrincherado en mi edad golpeaba el talón de tu paciencia,
no tenías ningún inconveniente en evocar tu infancia,
breve, ineficaz infancia
amputada a los once años
-edad de las sorpresas del físico y del mundo-,
amputada por padrinos tremendamente crueles
a quienes terminaste llamándolos patronos.

Me costaba entender este atropello, no así soltar el llanto
en el pozo profundo de tu memoria.

Cómo quise beber esos vinagres, cargar con esos días,
creer que me enseñabas a contar ficciones.
Nada fue de película. Todito fue tan cierto
como que hoy pienso en ti en dimensión de universo.
Tú estabas entre los elegidos para abrir con furia
los senos de la tierra, los senos duros y viejos de la tierra,
pedirle horas extras a la luz del día
y tomar media ración de sueño.
Fue así como nos diste pan remojado en pena.

Para disimularlo, madre, tenías una gracia que es de antología.