Antes de que llegara el tiempo de la fiebre, un tacuazín devoró a la guacamaya que alegraba lo sórdido del patio.

Mi padre, conmovido por mi desesperación, construyó una trampa grande y resistente, con tablones del aserradero.

En su interior dispuso granos de maíz, agua bendita y huevos de gallina negra.

Después la dejó al pie del nanche donde mi guacamaya perdió el combate con el hambre del animal.

Pasaron las semanas y lo primero que hacía levantándome era revisar la caja de madera.

Al no encontrar la presa, cambiaba los cebos por otros menos simbólicos y más apetitosos.

Una mañana de noviembre, cuando ya no pensaba en la captura, pude ver al asesino al fin cautivo, parapetado al fondo de su instinto.

Alguien puso un machete en mi mano y abrió ligeramente una puertecilla.

Sentí que el arma pesaba una tonelada de plumas. Oí voces que me instaban a la venganza.

Muerto de miedo, dejé ir el machete hacia el cuerpo de la bestia y sólo abrí los ojos cuando un chillido espantoso salió volando de la trampa, dejándome en la frente mapas de sangre.