Animal de piedra me miro.
Animal de piedra me mira
desde un espejo rayado
por la luz de una mañana porteña.
Agua fría dentro de las manos
Áspera la barba, dura la sonrisa.
En el espejo de la pensión
veo al viejo animal de piedra
que acaba de bajar del insomnio
de la piel de mulata de treinta dólares
del sudor, escozor y cigarrillo muerto.

Mi piel es blanca como vientre de tiburón y la barba de algunos días parece casi nostálgica.
Mis ojos inyectados de un sueño comprometido en la caída
miran desde la plata vieja
la casaca azul raída y la camisa amarilla de
blanco hueso, y afuera ese cielo que espera como una red tendida,
sobre una presa en la ciudad sitiada.

La casera me dice que es el último día,
Como si se fuera acabar el mundo, como si el barco fuera a zarpar
Como si el marinera no tuviera negro el corazón, curtido de tanto partir sin horizonte.
Ayer estuvo una mulata de Abisinia entre mis sabanas, le di lo último que me quedaba,
y ella me regaló, lo único que podía regalarme.
Así que no le pague a la casera.

Un derrier azul, unos senos grandes y pesados
De manatí del amazonas, mamé como un torpe crío de los cañaduzales y los manglares hasta
sentir el
estertor en medio de la nada.
Es lo que recuerdo
y luego su cara sin una sonrisa
sin ganas de imitar la alegría del animal recompensado.
Me estoy haciendo viejo; ya las putas no me alaban ni me dicen que regrese,
con sus camándulas alrededor del cuello
con sus movimientos lascivos cuando se ponen sus medias blancas o rojas, y sus zapatos ordinarios, cansados de atropellar la luz amarillenta y fría de las noches, con sus culos pesados sobre el catre.

Soy un marinero de piedra y la ciudad ya me llega con su fuego,
con su sabor de tabaco y Sangre seca,
con su ruido de mañana agónica.
La ciudad es una ramera que se muestra en la mañana con lagañas y rubor descosido
y sus ojeras desconchadas de pulpo negro y pútrido.
La ciudad en la mañana, es una puta francesa pasada de tragos
y revolcada contra el catre del odio.

Soy un marinero de piedra,
mi barco es de piedra Verde
Mi cabeza de fuego marinero
Ondula, brilla y se contorsiona
Como una bailarina de Benin.
Como un zafir del kurdinstan.
Como un Buda de Budapest.
Mi casaca de mar y de tormenta
Azul, gruesa, dura y rotunda
espera la tramontana y la tormenta.

Tomo mi café negro,
es un momento de respiro, una condición de fuego agnóstico,
un nuevo despertar para salir del laberinto hacia el azul del mar
en donde danzan versátiles dragones plateados.

En el puerto los hombres esperan la salida
Hay un carguero que lleva azúcar a Liverpool, otro que lleva flores y trigo a Estambul y aquel que parte hacia el Egipto cargado de bombas y azufre.
Hace un sol que se deteriora hacia el medio día
en el meridiano de una carcajada extendida como un arco de mongol mongólico.
De shaman pasado de visiones.
De yagué plagado de shamanes.
Pago con un tiquete; marco con una ficha; sello con un trago; dejo atrás la pensión de barro y mugre,
esa grosera caja de moribundos ebrios
y zarpo
con mi corazón
de obsidiana reluciente.
Con mi navaja
toledana afilada al alba
en tinta fresca,
como si acabase de enterrarse en la
costilla de un poeta simbolista.

“El marinero de piedra va con su equipaje,
no tiene un futuro cercano, solo una estrella, solo una estrella”.

Me dicen que solo pagan 300 francos por mes,
pero la comida es buena.
Yo cojo mi tula y la tiro
por la borda.
Mi corazón parece un albatros.
Ya liviano.
Ya blanco.
Próximo a alzar el vuelo.
–“Firme aquí” –. Me dijo el capitán.
Y me regaló un poco de tabaco.