“Si el fuego que ahora abanican las mujeres se apagara de pronto, seríamos incapaces de encerdelo nuevamente, por la sola diligencia de nuestras manos”.
Alejo Carpentier.


Mariposas de hielo volaban sobre el río.
Frías estalactitas colgaban sus arañas
En las cuevas oscuras…
El mar se desbordaba
Y caracoles negros de miradas gigantes
Horadaban las playas…
Huracanes terribles arrancaban raíces
De abedules hermosos
Y elevados pinares…
Osamentas deformes de omóplatos torcidos
Y fémures calcáreos
Escribían sus huellas junto a los esqueletos
De enormes dinosaurios…
Las finas cornamentas de los alces perdidos
Colgaban de los troncos podridos de las aguas…
(Eran tiempos sombríos
de pájaros siniestros y de inviernos morados)
Lianas entumecidas por la manos del cierzo
Semillas congeladas y bellotas vacías
Felinos enterrados en dédalos de hielo
Mujeres anegadas en túnicas de limo
Pedernales de hombres
Hombres de pedernales…
El frío perforaba los párpados del sueño…
Fue entonces que en la noche de vientos acerados
El hombre de las cuevas
Aterido e insomne
Frotó medrosamente dos fragmentos de cuarzo
Y una chispa sublime le iluminó los ojos
Y esa noche hizo fuego
Por obra de sus manos…

En las profundidades verdosas de los bosques
Transitaban las piaras de antílopes y renos
Y en las vastas estepas de iluminados rumbos
Pastaban las manadas de caballos salvajes.
De pronto
En el silencio
Un zumbido imperioso distraía al rebaño
—rombo de hueso en vueltas de chasquidos extraños—
O la música nueva de una flauta de caña
Atraía a los renos
Y demoraba el paso
De los largos antílopes y los negros caballos…
El arco se extendía
Las flechas despuntaban
Y los dardos de hueso y las piedras agudas
Desangraban la estepa
Y el cazador volvía con el reno a la espalda.
Y en la noche preñada de insectos y conjuros
Los tendones resecos de los renos exangües
Vibraban al contacto de las manos golpeantes…
Y los magos bebían la sangre serenada
Y los hombres hundían sus cuchillos labrados
En las blandas entrañas de remos y bisontes…
Y las mujeres recias
De senos abundantes
Y pródigas caderas
Velaban junto al fuego
Y cuidaban que el viento
No apagara su llama…
De hierba humedecida formaron sus cabellos.
De obsidiana y turquesa
De jade y amaranto
Los ojos y los labios.
De carozos henchidos los senos opulentos.
De frutales manojos el sexo y las entrañas.
De troncos y de orquídeas las piernas y las manos…
Eva fue hacia la algaba y dobló sus rodillas
Ante el hisopo en rama
Y enredó sus cabellos en delgados carámbanos
Y juntó en su regazo los conos de los pinos
Las brasas de enebro
Las hebradas de ocote
Y los restos yacentes de las maderas muertas
Y después fue a la gleba
Y removió la tierra
Y arrancó la cizaña
Y sembró la semilla
Y luego sudorosa se llegó hasta la cueva
Con el rostro encendido
Y el cabello mojado
Y sumisa y alegre
Veló junto a la hoguera
Y segó las espigas
Por tiempos milenarios…
Y Adán fue el vigilante
El hombre que se hundía la cintura en las aguas
Y arponeaba a los peces
Y cazaba venados
Y ululaba en el cuerno de las noches de luna
Y atraía las huellas de los osos polares
Y de los ocelotes
Y los menudos cascos de las gacelas ágiles.
Adán atalayaba la pezuña y el rastro
La marea y la ovada
Y a las primeras luces
Descubría los cantos de pájaros extraños..

¡Adán era vigía…!
¡Eva la vigilaba!