Si viniste hasta mí en un rayo de Luna,
desde el fondo del agua, trasparente,
pisando espinas sin dolor ni peso
para salvarme de la soledad,

y yo era el peregrino que en un claro del bosque
miraba reposar sus armas juntas,
aterido, famélico y cansado
de fingir gallardía y fortaleza,

aclárame por qué, mi dama blanca,
cayó sobre nosotros el conjuro.
El tiempo no me había ennoblecido
y a ti no te asistía el unicornio:

debió de ser un pacto de inocencia
para burlar la candidez perdida,
con un tigre debajo de la cama
y un fogoso esqueleto muy vivo en el armario.

Se encendieron tus ojos, con redondez de lago
que rizara un susurro de rápidas corrientes,
mientras acariciaba tu pecho poderoso,
y al ir a desnudarlo me maldijo una lágrima.

Al caer tus vestidos rodeó tu cintura
un punzante reguero de gusanos y abejas;
sentí, al dormir contigo entre las flores,
demorarse en mi piel el filo de una garra.

Si vuelves a tu mundo, Melusina,
me harás un gran favor. Sé generosa:
sálvame de rozar entre las sábanas
una noche tu cuerpo de serpiente.

Alguna vez lo he visto desceñirse,
ondular en anillos plateados
y enseñarme los dientes, agudos como ascuas.
Aun así, fue un abrazo delicioso.


Déjame en un rincón con este libro,
el don más puro de la soledad.
Tendrás mi gratitud y mi nostalgia
cada vez que aparezcas en mis sueños.