De chica, yo quería
pertenecer al cuerpo diplomático.

Apenas pude, redacté una larga
solicitud de empleo.
La guardé bien doblada
en un sobre oficio americano
y anduve por ahí
buscando a quien pudiera dársela,
a quien pudiese ofrecerme, oficialmente,
un cargo autorizado,
permanente,
de embajadora.

El sobre se me ajó
y la solicitud envejeció inevitablemente.

Y ya no preparé solicitudes
porque entendí hace tiempo
que no hay empleador
para quien quiere ser embajadora del viento,
de la lluvia,
de los pájaros,
de las cosas que son o que no han sido,
del tiempo
que se aferra en seguir
mientras nosotros vamos y venimos;
mientras nosotros
venimos
y nos vamos.

Ya no presentaré solicitud para un empleo
que ejerzo
sin autorizaciones ni decretos
ignoro desde cuándo.

Si defrauda mi voz
la representación que usurpo
y me cancelo la licencia
o me jubilo por invalidez,
siempre seré, a escondidas,
embajadora de mi vocación y de mí misma.


Por entenderlo, gracias.
Por disculparme, gracias.