A mi madre



¿Eres tú la sola mirada que se colma de azules bajo la sombra
de las hojas?
¿La que guarda aún el recuerdo del vestido blanco y los azahares
nupciales?
¿La que monta una bicicleta de plata como acudiendo al llamado
de un deseo imprevisto?
¿La que baila frente a la luna del espejo en una pieza que des-
emboca en el mar?
¿La recién iniciada en los misterios de un amor que viene cre-
ciendo con la resolana de esta playa, desde el sepulto corazón de la
arena?
Si tú supieras, muchacha de la tormenta y la balanza, cómo
arrojar a la primera ronda el naipe de la Torre;
si tú, en tu indolencia sin fin; supieras consultar al León en la
bóveda de fuego y averiguar en tu destino
la óctuple herida de los vástagos en tu porvenir; tú misma, mu-
chacha, palmera bajo la lluvia en el mar interior que hoy desconoces.
¿O serás tal vez la que nunca ha dejado las muñecas españolas
que dibujan diálogos de fósforo en la penumbra de la infancia?
¿O serás entonces la niña que bautiza lebreles con el movimiento
de sus ojos?
María: brote de palmera, tú la segunda primogénita, tú antigua
y joven madre del niño dos veces nacido bajo el signo de abril,
dos veces traído hasta la luz del sagrario, con el auspicio de una
estrella germinal, hoy dividida entre sus manos.
Y nada de esto piensas; nada de esto imaginas ahora, en la
playa, con el mar que gira en torno a tu cintura como el abrazo de
Dios.
Tu frente se despeja y las nubes prolongan su carrera hasta la
orilla del tiempo donde yo te observo, donde yo nunca he estado
aunque tú, tal vez, me adivinas.
El niño inmóvil en tu cielo de agosto. En tu playa de cielo,
muchacha, cuando alzas la mano y tocas la palmera que sólo enton-
ces se enciende.