Si tuvieses una no boca, lo que de ti más me apeteciera serían tus no labios. Ex-capullos que acercas y repentinamente se convierten en objetos cortopunzantes y acarician mi propia boca. Y me besas, y me zurces, y me gotea la sangre en la nuca, pero no es sangre. Es como una pasta seminal, espesa y brillosa, y tu sangre se coagula en mí, porque aún no te he abierto.
          Sangre clara. Lugar común de los dioses que adoras. Y tú, en aceptación, retienes el hielo oloroso -idéntico a la sangre- que me enferma y me sosiega, me tapa y me restriega, no como me suturarías si no hiciéramos el amor. ¿Por qué no me acaricias así? ¿Por qué la clara resonancia de tu alma que se concentra en mí y se queda opaca y jubilosa como un anciano apagado?
          Que así sea, no porque tus labios sean filosos (ya son de masa blanda, lila pálidos de la hemorragia que te aquietan), sino por el calmo, suave brote desleído que intuí en tu rostro sin boca.