No deja de llover sobre las ruinas
que rodean mi casa, vieja y pobre,
aislada en medio de este descampado.
No llueve igual más lejos, en los huertos
que nunca pisaré, ni en las ciudades
que conservan indemnes sus iglesias;
pero sí en las trincheras, en los fosos,
en los taludes donde fui soldado.
Y llueve igual que aquella amarga noche,
mientras pasaba la segunda hora
del frío turno que precede al alba,
la hora en que los vigías se abandonan
a las ensoñaciones y en que el miedo
y con él la atención desaparecen.