¡Hermano, hoy estoy en el poyo de casa,
donde nos haces una falta sin fondo!
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Oye, hermano, no tardes
en salir. ¿Bueno? Puede inquietarse mamá.
César Vallejo

Miguel: Y caminamos.
Aunque se hizo el silencio
y no viniste, seguimos caminando.
Atruena la ciudad.
Los verduleros –sus voces tan hirientes
ya no hieren- bajo tu ventanal
suavizan a desgarros la mañana.
Atruena la ciudad
y en su silencio, tu nombre lo ha evocado
un joven escritor
de menos de mil años
al preguntar por dónde te has marchado.
El resto,
los señores de alegres corbatines,
se agobian de queridas y de acciones
y tu te quedas
solo.
Mamá
quiere besarte sobre el rostro
-se lo hemos permitido-
y con su beso de lágrimas,

de atroces tiempos y recuerdos,
te has marchado de casa
apenas comenzaba a atardecer.
Ella
te llora en los rincones
y la ciudad,
que apesta a soledades y decoros,
no puede olvidar
tus voces acusando,
amando,
señalando injustas manos rotas
de jóvenes airados
con potencia de águila paloma en las palabras.
Miguel:
mamá te vuelve a descubrir
cada mañana
y mira tus camisas,
tus viejos pantalones,
tu boina de domingo,
tus zapatos de campo y de paseo
y te gesta de nuevo,
esta vez a lágrimas y llanto.
Mi hija
-Ana pequeña ahijada tuya-
me pregunta cuándo vas a nacer
de nuevo,
para volver aquí, a nuestro lado.
Y todo el gesto duro
de la vida,
se vuelca en mi costado
dañándome la ausencia
conque nos has dejado