Los dioses nos observan desde la geometría
que es su imagen.
                Sus templos no temen a la luz
sino que en ella erigen el fulgor
de su blancura: columnatas
patentes contra el cielo y su resplandor límpido.
Existen en la luz.
            Así los pueblos bárbaros
intuyen el tumulto de sus dioses grutescos,
que son ecos forjados en una sima oscura:
un chocar de guijarros en un túnel vacío.
Aquí los dioses son,
como la concepción de estas columnas,
un único placer: la inteligencia,
con su progenie de fantasmas lúcidos.