Te gustaba sentarte sobre una roca. Apoyabas el pecho
sobre las rodillas y te cubrías
del azul ilimitado del océano. Luego,
te dejabas navegar como bote a la deriva.
En silencio observábamos
el tránsito inseguro de los barcos de pesca
que se alejaban con lentitud
de la costa de Cedeira.
Tardábamos horas en regresar a nosotros.
Bandadas de gaviotas surcaban nuestras cabezas
y en el vuelo de sus alas
nos dejábamos soñar por su lenguaje.
Han pasado los años y la espuma de nuestros mares
ya duerme en la latitud de lo perdido,
pero a veces sucede que al mirarnos
sentimos un rumor de caracolas
y el espumoso cosquilleo
de sabernos agua.