Apuntamos aquel cielo
que se nos desplomaba, verdinegro.
Los que pasaban a lo lejos eran
—sombras chinescas
en la pantalla del crepúsculo—
nuestras sombras en otros mundos.

El cielo verdadero
estaba, afuera, preso,
y se asomaba entre los troncos, viéndonos
con su ojo de luna, huero.
Una estrella, la única, temblaba
sin luz en nuestras almas.

Y, si cerrábamos los ojos
oíamos, platónicos,
como un zumbar de abejas
la música de las esferas.