Sé de una mariposa que, hora tras hora, se endurece
para fijar sus pies
sobre una flor de alambre.
La he visto
arrastrar sobres con radiografía
perseguida por remedios contra la calvicie.

Ya sabréis de alguno de esos sobres,
cuarenta kilos por uno noventa de estatura,
de la mano de su madre.

Yo le oí a ella decirle anoche:
—¿Y qué tal si nos vamos, tú y yo solos,
a las estrellas del campo
y terminamos con un chute a lo bestia?

Ah, la ilusión del fin, cuarzo
en el joyero ahumándose cuando el sobre respondió:
—Ay no mamá que la muerte duele tanto.

Y ahí siguen en lo suyo, ras-ras, fémur contra fémur,
mordiéndome las uñas yo por no terminar aquí,
con el polvo de la tiza acribillada,
en jaula de harina negra.