I


En aquella ciudad morada y mustia
los mulos del carbón, los níveos pescadores
escanciaban la forma serena de mi angustia,
iniciaron el fúnebre ajedrez de sus rumores.

Era mi vida un sueño confuso de hondos seres,
los ojos inflexibles de ilusión se me abrían
a beberle a las cosas sus graves menesteres.
La llovizna el cine y el perro me influían.

Es dulce y es infausto por la calle de olvido
caminar ciertas noches a mi trémulo puente,
arpa de nube y viento en la velada oscura.

Y escuchar a lo lejos el piano detenido,
los mágicos hogares de frenesí latente
calándome los huesos con su vaga locura.


II


Que yo estaré soñando, dormido centinela
de una tarde profunda en olor a lejanía,
ojo de extraña tribu, puso de esta sequía
que me nace del tiempo y en lo infinito vela.

Qué se oirá de mi boca que no sea lectura,
triste cancion mezclada por las nubes y el hombre;
quién podrá distinguir de mi sonido el nombre
con que me llama Dios a beber su dulzura.

Soy como el trueno antiguo, confuso y elocuente,
que de pronto escuchaba en la sola arboleda,
íntima ya de astros y olvidada familia.

Las tardes superponen su texto transparente.
¡Quién sabrá lo que pido si mi corazón queda
delirante y remoto en sellada vigilia!