El ser
despojándose de su tintura,
de su codicia,
de su apetencia;
el ser,
devorándose a sí mismo;
el ser y el hombre —¿el niño?—
apostilla de la soledad.

El ser,
anemia que provocó la insipidez
de las horas y los días;
el niño —¿el hombre?—
anticipo del ser, pregunta al revés,
máscara para las verdades,
pretérito febril de despropósitos.

El ser, el niño y el hombre
ascienden por las viejas calles,
llenas de hombres viejos y mujeres jóvenes,
hartas de reversos y portones
que simulan el umbral;
ellas, hartas de esperar y dar,
fatigadas de tanto amar, de tanto ver,
de tanta anunciación y abandonos,
mientras el niño –¿el hombre?–
se convierte en una tea de deseos,
de ilícitos, y proclama su niñez
jugando a las escondidas,
a los policías y ladrones,
jugando a ser hombre,
jugando el hombre a ser niño
y el ser que da su anuencia
para ataviar al barrio de aparecidos,
de advertidos infiernos,
de paraísos que apenas duran una tarde,
a lo mejor una hora,
justo el tiempo necesario
para que ellas,
a pesar de su fatiga,
inicien al hombre en los menesteres de niño;
y es cuando el niño
—que ya remeda a un hombre—
se apropia de los misterios del cuerpo,
ese que después será
un espectro de nosotros mismos;
y, además, el niño —¿la ingenuidad
perdida?—
aprende en la habitación cómo zurcir las
sábanas del aire,
pero no lo dice, finge y se pertrecha
porque desea seguir siendo niño
para que ellas le sigan develando
los enigmas.

Aquellos que se van hilando
de remiendo en remiendo,
de gemido en gemido,
de beso en beso,
de pecho en pecho;
y el niño, siendo hombre,
de arreo en arreo, empieza a caminar,
justo hacia su destino: el de los espejos.