Si ahora decidieras sin planteártelo,
sólo con el pensamiento de lo sentido
—esa rigurosa inflexión de los días
en la articulación de los ojos—
y desataras la voz ciega que te afirma,
dejando de pagar tributo a tu persona
—la sacra lealtad al ministerio de los años-
reconocerías los maleficios del tiempo,
los surcos de la memoria en la frente,
todos los injertos que nos trasmudan...
te irías ahuecando poco a poco,
empezarían a morderte las arañas,
tu inocencia te vería actuar, muda,
y el juego te perdería: dejarías de existir.