Si a la pelambre de los güeldos lía, caparazón de anís, la sobreceja,
enarca sus trebejos un aceite de alambre. El encarnado pie, si avanza,
atrácase, en la remolina de los pliegues, en los pegasos de limozul
asaetinados en el brete, que se emberretan en el vuelto: el derrame de
flejos sobre las cejas almendradas. Almena, almena da a castillo sobre-
ceja que si líquenes vierte sesgo aceza. Jadea, en esa almena, el casti-
llejo regodeante, el zalameo de las tejas en el peje jaspeado del alambre.
El cinto, de las cinchas, en el empeine terciopelo casca las limbas del
jabón. El vierte, si prepucio, sobre la lima azul el atorrante jopo de
la jarcia, el limonero de la leche en el dije de chambre. La chambona,
campera, campechana, si se olvidaba la campana, era por acezas las
ristras del jadeante, esterillarlo en cremas de calambre, en paniazul
nostalgia paniaguada de un desagüe rellano. En esa incertidumbre,
vespertina, del jadeo al masaje, del raye del Luis XV en la manguera de
la calle, jopo, esa aspereza de la chapa, guiño, el parpadear errante y fijo.
Renguea al ramonear la pestaña de nylon de la mirada que se aplasta.