Recuerdo el paraje del aire donde se guardan las cartas perdidas, las palabras que decimos, cuando pasa un tren, seguros de no ser oídos, y los globos de colores que el cielo va deshaciendo, bolas de caramelo cada vez más pequeñas, hasta ser sólo un punto en su boca azul, y luego nada, sino el llanto abajo, de los niños a quienes se escaparon.

Así Babá llega todas las mañanas a guardar ahí su botín; por la noche, cuando baja a la tierra y al mar, vigila su retrato, que es sólo un ventilador eléctrico. Sin el espantapájaros este las cosas echarían a volar.

También recuerdo una gruta submarina en cuyo hueco se había quedado prisionero, para siempre, un poco de viento. Con los años había enmudecido y estaba paralítico. Entre las rejas de algas se asomaban los peces chicos, enseñándole la lengua, y cuando el viento jugaba afuera, a la tormenta, el agua se vengaba oprimiéndolo para ahogarlo; crujía tremendamente la carne inasible, y en vano se defendía hundiéndole al agua balas de burbujas.

Y recuerdo también esa hora del sueño donde se esconden los hechos que la vida desdeña. Yo pasaba todas las noches, y arrancab a hurtadillas algunas imágenes. Como el sol me las borraba, empecé a guardarlas en un libro de versos. Pero ahí estaban más muertas todavía.