El protagonista de esta obra es el personaje evangélico Barrabás.

Ya en el primer párrafo de la novela, el autor desplaza la atención de lo que está ocurriendo en la cima del Gólgota y la fija en el hombre que, un poco apartado de la multitud, desde la pendiente de la montaña, estaba contemplando el drama de la crucifixión. 

Barrabás, librado hacia poco de la muerte por un raro azar que no comprendía,  estaba contemplando a Jesús que moría en su lugar. 

Lo había visto marchar con su cruz mientras el pueblo lo escupía y humillaba, él lo había seguido hasta el Gólgota, donde lo habían crucificado entre dos ladrones: Dimas y Gestas. 

Entre aquellas mujeres que se hallaban cerca a la cruz veía a una mujer:  “Esa mujer debía ser su madre, aunque en nada se le parecía.  Pero ¿Quién hubiera podido asemejársele?  Tenía el aspecto de una campesina ruda y tosa. 

De vez en cuando se pasaba el dorso de la mano sobre la boca y la nariz, que le goteaba porque estaba a punto de llorar.  Sin embargo, no lloraba. 

Su pesar era diferente por la forma en que lo miraba.  Sí, era su madre.  Experimentaba, sin duda, una compasión más profunda que la de cualquier otro;  pero parecía reprocharle haberse prestado para hacerse crucificar. 

Lo había querido, sin duda.  El, tan puro e inocente, y no podía aprobar su conducta.  Siendo  su madre, estaba segura de que era inocente.  Nunca lo hubiera considerado culpable.  Sea cual fuere lo  que hubiese hecho, lo habría considerado siempre inocente”. 

El problema de la fe se agrava en un hombre por el que otro, que dicen ser hijo de Dios, ha muerto por él; pero no en el sentido de extensión que para todos tiene la muerte de Cristo, sino que ha muerto materialmente en su lugar. 

Este es el drama del alma de Barrabás y el problema esencial de la novela. 
Muy pronto su alegría de ser libertado es ensombrecida por la conciencia de que ha matado a un inocente.  La figura de Cristo obsesiona desde un principio a Barrabás, quien le oye pronunciar sus últimas palabras y ve cómo a su muerte la tierra se estremece, luego de que la colina quedaba en sombras en pleno día. 

Bajó con los demás, hacia Jerusalén.  Junto a  sus compañeros, ladrones y prostitutas, Barrabás observa una actitud triste y apesadumbrada que extraña a todos. 
Sólo habla y pregunta acerca del que fuera crucificado en su lugar.  Interroga sobre qué era el predicador, qué profetizaba, qué milagros hacía.  Las mujeres contestárenle que curaba a los enfermos y ahuyentaba a los demonios. 

Se susurraba también que resucitaba a los muertos, pero que nadie lo había comprobado y era seguramente una mentira.  Inquiere también sobre su vida y su doctrina. 
Merodeando entre los que fueron sus discípulos se entera de la anunciada resurrección; está durante toda la noche al acecho, pero no consigue ver nada. 
La lucha interior está ya planteada desde un principio en el alma de Barrabás; la lucha tremenda entre la incredulidad y el deseo de fe.  Esta lucha es lo que le ha llevado a inquirir sobre la vida de aquel hombre, a esperar durante horas la anunciada resurrección, a preguntar a Lázaro e interrogarle sobre su experiencia. 

Barrabás estaba confundido debido a que no había visto resucitar a aquel hombre barbado, ni lo que Lázaro le había mencionado lo sacaba de aquella tiniebla en que se hallaba imbuido. 

Barrabás salió de Jerusalén y fue esclavo de los romanos.  Siempre obsesionado y a la búsqueda de una luz, cuenta a otro esclavo compañero suyo, Sahak, el relato de la pasión; el corazón de este se inflama de fe y de amor hacia Cristo. 

Iniciadas las persecuciones contra los cristianos.  Barrabás afirma no ser cristiano, lo cual lo salva de la muerte, más no así a Sahak, quien con voz firme responde que no pertenece a César sino a Jesucristo. 

Escondido a cierta distancia, detrás de unos matorrales Barrabás vio morir, crucificado por su creencia, a su compañero esclavo.  Nada sobrenatural sucedió esta vez.  Barrabás lo miró morir largo tiempo. 

Ya en Roma, es apresado y encarcelado junto con los cristianos.  Pero estos le acusan no sólo de que Cristo  murió en su lugar sino que renegó del cristianismo para librarse de la muerte. 

Barrabás siente en su conciencia el peso de una culpa gravísima que jamás cometió.  Siente  la soledad, el desprecio, el tormento del pecado y un afán de tener fe y creer en aquel hombre que murió en su lugar.

Libre ya, deambula por doquier, sin rumbo, y entonces intenta mezclarse con los cristianos que se reunían en subterráneos, pero no los encuentra.  Al dar vuelta por una esquina, un acre olor a humo le llamó la atención. 

Provenía de los sótanos de una casa vecina; bocanadas de humos e escapaban del subsuelo, y de algunas lumbreras salían hasta llamas.  Corrió hacia allá y, mientras corría, oyó a otros que gritaban: “Incendio, incendio”. 

Luego repercutió el miso grito: “¡son los cristianos!” y en todos lados se repitió el mismo grito Barrabás pensó inmediatamente que el salvador había bajado a la tierra, que volvía del Gólgota a purificar con las llamas este mundo y ahora él no le traicionaría. 

Comenzó a propagar el fuego con los ojos encendidos, hasta convertir todo en un océano de fuego.  Los cristianos fueron atrapados y encarcelados, y con ellos Barrabás, quien habías sido sorprendido infraganti. 

Los cristianos no habían causado aquella locura piromaniaca, sino habían sido víctimas del odio del pueblo.  Igual fueron condenados a morir crucificados.  Los llevaron para crucificarlos encadenados de a dos; pero como no había número para Barrabás, que caminaba a la cola del cortejo, fue encadenado solo. 

El azar lo quiso así, y se encontró solo al final de la fila de cruces, como si el inexorable hado trágico lo persiguiera hasta el final.  Barrabás no comprendió cuando en la cárcel, los cristianos le dijeron que cómo había podido pensar que Dios, que era todo amor, iba a provocar aquel infierno. 

Había mucha gente y mucho tiempo pasó antes que todo hubiese concluido. 
Pero los crucificados no cesaban de dirigirse palabras de consuelo y esperanza.  A Barrabás nadie le hablaba.  A la hora del crepúsculo los espectadores se habían marchado, fatigados de estar ahí, de pie. 

Por otra parte, todos los condenados habían muerto.  Sólo Barrabás seguía colgado aún con vida: ... “Cuando sintió llegar la muerte, a la que siempre había temido tanto, dijo en la tinieblas, como si a ellas hablase: … “A ti encomiendo mi espíritu.  Y entregó su alma”. 

Es innegable que Barrabás acepta su muerte como única solución a su lucha, como única posibilidad de desentrañar la terrible duda y el misterio que le ha atormentado desde el día en que fue puesto en libertad.