En el puerto de Pisco, el niño Abraham vivía con su familia en una modesta pero apacible casa adornada por el follaje que ofrecía un placentero frescor.

La comida, el rezo y los relatos de la faena diaria que contaba su padre unían a la familia. Pero dicha felicidad se enturbió por la vida triste que llevaba Isabel, una vecina y amiga, la cual había sido abandonada hacía tiempo por su esposo, de nombre Chale, un hombre que hasta entonces había sido muy bueno y cariñoso.

Unos testigos dijeron que vieron a Chale ir apresuradamente al muelle junto con dos hombres desconocidos y desde esa ocasión no se supo más de él.

De eso ya habían pasado 18 años e Isabel estaba segura que a su esposo lo habían embarcado a la fuerza en un misterioso buque negro que divisó aquel mismo día de su desaparición; pese al tiempo transcurrido tenía la esperanza de su retorno.

Un día, los padres de Abraham quisieron distraer a Isabel y la invitaron a dar un paseo por el campo. Todo el grupo familiar, incluidos los criados, partieron a hacer la excursión. Isabel iba pálida y con un vestido negro.

Al cruzar la Plaza de armas, Abraham notó que todos estaban tristes. Ya en las afueras del pueblo, pasaron cerca de una iglesia abandonada, y la criada –una vieja negra–

dijo que allí penaban y que al amanecer se veía el espectro de un cura haciendo misa, acompañado de su sacristán.

Abraham no resistió la curiosidad y se acercó a la iglesia.

Por una rendija, vio los nichos de los altares sin santos, la nave terrosa abandonada, el altar mayor vacío; un murciélago cruzó de un rincón a otro y unos búhos volaron gritando.

El grupo llegó al fin al lugar elegido como destino, que era un pepinal o campo de pepinos.

Subieron todos a una pequeña altura de donde se veía cerca la pequeña choza del chacarero o encargado del terreno de cultivo.

El labriego les saludó de lejos a toda voz. Ya se disponían a bajar todos, cuando Isabel, quien se había quedado contemplando el mar, gritó: "¡El buque negro...!" Efectivamente, un buque negro de tres palos veíase en las proximidades del puerto.

Isabel bajó muy alterada, pero los padres de Abraham la cogieron y casi la cargaron en brazos. Como se asomaba una paraca (viento fuerte), decidieron regresar todos al puerto por el camino de la playa.

La paraca empezó a arreciar, se oscureció el cielo, los perros ladraron y una palidez dominó a todo el grupo.

Vieron en la plaza a la gente apresurada en busca de refugio. Isabel iba diciendo: "Más de prisa, allí está el buque negro; ¡más de prisa por Dios! ...". De pronto, dio un grito espantoso: "¡Se va! ¡El buque negro se va! ¡Se va!". Efectivamente, el buque se iba.

La población quedó cubierta de un polvo amarillento, que era el guano pulverizado de las aves marinas que el viento arrastraba desde las islas adyacentes.

Cuando la familia regresó a casa recostaron a Isabel, ya extenuada, y cayó una noche negra y lúgubre. Así culminó aquel día tan extraño.