En toda transformación hay primeramente un despertar. Luego cae la ilusión y queda la desilusión; se desvanece el engaño y queda el desengaño. Pero el desengaño puede ser la primera piedra de un mundo nuevo.

Tanto si analizamos los comienzos de san Francisco, como si observamos las transformaciones espirituales que ocurren a nuestro alrededor, descubrimos, como paso previo, un despertar: el hombre se convence de que toda la realidad es no permanente; de que nada tiene solidez, salvo Dios y en toda adhesión a Dios, cuando es plena, se esconde una búsqueda inconsciente de trascendencia y eternidad.

En toda salida hacia el Infinito palpita un deseo de liberarse de toda limitación y, así, la conversión se transforma en suprema liberación de la angustia.

El hombre, al despertar, se torna un sabio: sabe que es locura absolutizar lo relativo y relativizar lo absoluto; sabe que somos buscadores innatos de horizontes eternos y que las realidades humanas sólo ofrecen marcos estrechos que oprimen nuestras ansias de trascendencia, y así nace la angustia; sabe que la criatura termina "ahí" y no tiene ventanas de salida y, por eso, sus deseos últimos permanecen siempre frustrados; y sobre todo sabe que, al fin de cuentas, sólo Dios vale la pena porque sólo Él ofrece cauces a los impulsos ancestrales y profundos del corazón humano.

Tal es la propuesta del autor, cuando nos habla de "El Poverello" de Asís, san Francisco; el de la profunda metanoia personal, que llegó a reconstruir en sí mismo al "hombre nuevo", a través de una entrega total al Señor. Por ello es proclamado el cantor del amor al hermano y a todo lo creado.